
Nadie es la misma persona que era hace un año. A lo largo del tiempo, vamos dejando atrás versiones pasadas de nosotros mismos para dar paso a nuevas formas de ser, de sentir y de ver el mundo. A veces nos convertimos en alguien más sabio, más fuerte, más amable. Otras veces atravesamos periodos en los que perdemos el rumbo, y quizás sentimos que hemos retrocedido. Pero en todos los casos, estamos cambiando.
Lo importante no es si el cambio fue “bueno” o “malo”, sino cómo lo integramos, lo comprendemos y lo utilizamos para crecer.
Lo que provoca el cambio: los detonantes de nuestra evolución
No cambiamos porque sí. Algo, o alguien, suele activar ese proceso interno. Una pérdida, un amor, una amistad, una traición, un éxito, un fracaso… Cada experiencia actúa como un espejo que nos muestra una parte nueva (o no reconocida) de nosotros.
💡 Por eso es tan importante prestar atención a las emociones que nos despiertan las vivencias: nos hablan de lo que está en transformación dentro de nosotros.
Abrazar el cambio con consciencia y compasión
Cambiar puede doler. Sobre todo cuando sentimos que nos alejamos de quienes éramos o de quienes queríamos ser. Pero cada etapa tiene su sentido. El dolor, la confusión, la alegría y la calma son piezas de un mismo proceso: el de convertirnos en quienes estamos destinados a ser.
Ser compasivos con nuestros procesos —y con los de los demás— nos permite vivir con más aceptación, menos culpa y mayor paz interior.
Haz una pausa y pregúntate:
¿Quién eras hace un año y en qué has cambiado?
¿Qué experiencia reciente te ha transformado?
Reconocerlo es el primer paso para vivir desde la autenticidad y el crecimiento.
Conclusión: no somos estáticos, somos camino
Cada cambio nos recuerda que estamos vivos. No somos seres fijos, sino historias en evolución constante. Y esa, quizá, es una de nuestras mayores bellezas: la capacidad de reconstruirnos, reinventarnos y seguir aprendiendo.
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